"Se llama genio a la capacidad de obtener la victoria cambiando y adaptándose al enemigo". Sun Tzu
Una semana de competición y Novak Djokovic ya se ha hecho con el protagonismo del circuito ATP. Se conoce que el serbio no tuvo suficiente con la temporada pasada, así que se ha propuesto superar sus registros sobre la pista en este 2016, año que ha ya empezado con un nuevo título en su equipaje. No lo puedo decir más claro: estoy harto de escribir sobre el mismo jugador. Y no porque sea Djokovic, me pasaría con cualquier otro, con cualquier deportista que repite una y otra vez su labor a las mil maravillas cada domingo del calendario sin dejar apenas tiempo para generar cierta emoción. Estoy cansado del autoritarismo que existe en el vestuario masculino, de ver siempre al mismo ganar y al resto, perder. De ilusionarme con un partido que luego quedará sentenciado en 72 minutos. Sin embargo, todo este hartazgo acumulado no me impide disfrutar de un jugador irrepetible que ha llevado al tenis hasta un nivel de ejecución casi perfecto. Para entenderlo con imágenes, basta con repasar el último torneo de Doha, donde Novak dio otra lección de superación provocando que todos los allí presentes se limitaran a felicitarle y aplaudirle. Incluido su rival.
“No me siento invencible, nadie es invencible, pero estoy jugando el tenis de mi vida”. Así da gusto, el propio Djokovic quitándonos trabajo a los periodistas: él mismo define su evolución sobre la pista. Hablando desde mi completa ignorancia y mis bisoños 24 años de edad, me atrevería a decir algo respecto a la final de Doha que todos pudimos ver el pasado sábado: nunca en mi vida presencié un atropello similar entre dos leyendas del tenis profesional. Jamás, mucho menos con un título como botín. Aquello parecía un videojuego, solo que un player jugaba en la máxima dificultad y el otro en amateur. Bromas aparte –aunque siempre llevan algo de verdad– este hundimiento de Rafael Nadal sobre el cemento nos pilló a todos por sorpresa. Es cierto que ni el más creyente soñaba con una victoria del balear ante el número uno del mundo, pero, ¿hacerle solamente tres juegos? ¿Quién esperaba tal esperpento? Su segundo entrenador, Francis Roig, estudiaba el panorama horas antes del encuentro y señalaba los puntos a tratar para intentar hacerle daño al de Belgrado, facetas que no acabaron de pulirse en pasadas batallas. “No queremos acabar con la sensación de haber corrido para nada”, subrayaba el catalán. Ni yendo en moto hubieran podido con el serbio.
La victoria de Novak es irrefutable desde el primer momento en que entra en escena, con y sin raqueta. Las previas de la final situaban al de Belgrado un paso por atrás de su pretérita brillantez, mientras que al balear lo colocaban más cerca que nunca de su objetivo. Estos vaticinios son tan clásicos como desafortunados, partidos del siglo que se caen a trozos en un pestañeo. Djokovic esto lo sabía y quiso revelar desde la primera bola la única verdad, la de su raqueta. Sacando fino, llevando siempre la iniciativa, actitud valiente y ofensiva, ambición constante, nula relajación y un par de ojos negros que olían la sangre en aquella noche catarí. Al de Belgrado no le servía con ganar, eso lo tenía ya prácticamente asegurado; él quería arrasar, destrozar, pulverizar a su rival. Patentar una vez más el Estatuto de su gobierno, apartando al español de cualquier idea de cambio de ciclo. Cada batalla es importante para ganar la guerra y la primera se quedó en manos de Novak, asestando un golpe psicológico a su enemigo que nos devolvió por completo toda la objetividad que habíamos perdido durante el mes de diciembre.
“Está en otra liga”, “juega a otro deporte”, “viene de otra galaxia”. Mucho se ha escrito y aventurado acerca de esta versión casi robótica de Novak Djokovic, una fase tan impecable que se termina desvariando al titular. Es cierto, ahora mismo el serbio vive al margen, apartado del resto de jugadores. Por su cuerpo fluyen habilidades que la mayoría desconocen y en su cabeza… ¡mamma mia en su cabeza! El último que pudo remontarle un partido fue Stan Wawrinka en Roland Garros y todavía da gracias al cielo por aquel milagro. Ha llegado a tal nivel de madurez que se puede permitir economizar su energía durante los torneos. En Doha, seguramente, sucediera así:
“Primer torneo del año, Brown en primera ronda, sin concesiones. Toca Verdasco, inicios explosivos y dejadez paulatina, si gano el primer set lo tengo. Mayer, una incógnita ahora mismo, debo reservarme para semifinales, aunque tenga que sufrir por momentos. Tomas Berdych, penúltimo escalón, partido igualado, basta con apretar en los momentos clave. Rafa Nadal, última etapa, momento de vaciar el depósito. Aunque sea innecesario”.
Así funciona la aguja del de Belgrado, repartiendo las dosis según el paciente, inyectando una medicina particular a cada adversario, anestesiando a todos bajo el mismo yugo. Una receta que, sin embargo, no trae la cura, sino el trance.
“El partido es fácil de analizar. He jugado ante alguien que ha hecho todo perfecto. No he conocido nunca a nadie que haya jugado así”, expresó Nadal tras terminar la matanza. “El momento del fin llegará. Incluso ahora que tiene tanta superioridad sobre el resto. Esto es algo que puede ocurrir muy rápidamente, como todos saben, es por eso por lo que el resto debemos ir detrás de él”, asegura Federer, capaz de inclinarle en tres ocasiones durante el 2015. Unos hablan ante el micrófono y otros encadenan 16 finales de manera conseutiva y acumulan 16.790 puntos en la azotea del ránking. Los problemas de cada uno y Novak el de todos. Así funciona la aguja del serbio, insuflando su veneno y dominando al mismo tiempo las arenas del tiempo. Maquinando las agujas de un reloj que avanza hacia una sola dirección, bajo su poder y sobre su control. Mientras, el resto, ve las horas pasar.
* Fernando Murciego es periodista.
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