Es lo que se suele decir para alabar al Tour de Francia, para establecer el diferencial de dureza con respecto al resto de las carreras. Es el Tour. Y eso significa, ni más ni menos, que es la carrera más exigente del mundo, aquella en la que más rápido se va, la que acumula mayores dificultades orográficas, en la que todos quieren destacar y se convierte, por lo tanto, en la más nerviosa y competida de todas. C’est le Tour. Y ya.
Pero, ¿realmente ha sido tan dura esta última edición del Tour? La prensa no ha tardado en sacar una curiosa estadística, la de aquellos ciclistas que han quedado a menos de una hora del ganador final, una cifra que ha sido este año escandalosamente baja. En base a esto se ha hablado de Tour asesino, de ritmo sostenido de gran exigencia, de carrera mortífera. Y, quizás, se ha obviado el hecho de que muchos de esos ciclistas habían desconectado pronto de los puestos de cabeza, dejándose llevar para acumular retraso suficiente con el que poder acometer una escapada más o menos consentida que les pudiese reportar un buen botín.
Y sin embargo, quienes se fijan solamente en la cifra olvidan el ridículo número de abandonos que ha tenido este año la carrera francesa, y que seguramente es un indicador mucho más fiable sobre su dureza total. Igual que olvidan el hecho de que hemos visto a gregarios llegar mucho más lejos que en otras ocasiones, con auténticas batallas que más parecían entre ejércitos (SKY, Movistar y Astana, sobre todo) que entre gladiadores. Y eso también marca el nivel de exigencia de una carrera.
Se puede pensar que el Tour sigue siendo el Tour, sí, pero igual un poquito menos, un poquito más frágil. Entre otras cosas porque la propia organización no propone otra cosa. El kilometraje de las supuestas etapas reina era un auténtico insulto a la historia de este deporte, indigno, en cualquier caso, de suponer el escaparate de un espectáculo a nivel mundial. No hagan caso de quienes dicen que el ciclismo ha cambiado, que ahora la salud y blablaba, que todo eso no permite los etapones maratonianos de antaño. Los kilómetros siempre, siempre, se hacen, y si no se pueden hacer a cuarenta por hora se harán a treinta y cinco. Pero escamotear el factor agonístico, el factor fondo en una carrera como el Tour de Francia es, sencillamente, ignorar el elemento fundamental que ha hecho a este deporte lo que es, lo que fue. No es de recibo que la última etapa de montaña de una gran ronda tenga poco más de cien kilómetros y que venga precedida de otra de kilometraje similar. No lo es porque eso resta oportunidades a los ciclistas realmente adaptados a lo que siempre fueron las carreras de tres semanas, hombres caracterizados por su enorme fondo, por su capacidad para subir el tercer puerto a la misma velocidad que el primero 200 kilómetros antes, en ese punto psicológico en el que muchos del pelotón desconectan porque no saben llevar tan lejos el umbral de su sufrimiento. Igual que no es de recibo proponer muchas salidas de etapas de montaña con terreno llano o de poca exigencia (especialmente en Pirineos y el día de Pra Loup) justo cuando las escapadas se están conformando, cuando los equipos ven mermadas sus fuerzas por controlar movimientos peligrosos que jamás pueden darse si se sale a mil por hora por una carretera sin dificultades. Eso es renunciar, sencillamente, al espíritu del ciclismo como deporte de fondo.
Por eso el Tour ha sido un poco menos Tour. Aunque siga siendo la prueba más dura, en conjunto (en lo orográfico sin duda ese puesto es para el Giro de Italia), del ciclismo. Por eso la identidad que se labró en unos primeros años heroicos, aquella que se mantuvo inalterada durante más de un siglo, corre peligro de perderse ahora. Y eso es algo que nadie debería permitir.
* Marcos Pereda es profesor universitario.
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