Luis Enrique alcanza su primera final gracias a dos factores: el soberbio alley oop que ha instaurado Messi como jugada troncal y la contundente capacidad competitiva que ha recuperado el equipo. La suma de ambos factores se muestra irresistible.
Leo Messi posee la capacidad de transformarse. Alcanzó la plenitud siendo el Michael Jordan del fútbol. Cuando ha madurado, también es Magic Johnson. A veces parece que quiere ser ambos al mismo tiempo. El que lanza el alley oop y el que lo machaca. Algún día lo hará. En las últimas semanas repite la jugada de manera constante desde esa atalaya que se ha construido en la derecha: otea el panorama, da unos pasos al frente y acaba mandando un regalito suave, exacto y combado para el remate inapelable de un compañero. Luis Suárez acostumbra a facilitarle la acción al moverse horizontalmente en sentido contrario, arrastrando centrales y provocando que el lateral del lado débil tenga que abandonar su marca. Por ahí aparecen en libertad Jordi Alba o Neymar. En otras ocasiones, Suárez se mantiene fijo en la izquierda y es Neymar quien, como ayer, rompe a la espalda de los centrales, hipnotizados por la llegada del balón que envía Messi con la misma delicadeza que tantas veces lo ha hecho Xavi en tiempos pasados. Hasta hoy, ningún rival ha encontrado el modo de quebrar este movimiento ganador que propone Messi en cada partido.
La otra gran virtud del equipo de Luis Enrique se basa en la competitividad que muestra, más que en el juego concreto, cuyas carencias son conocidas, como pudo verse de nuevo ayer mismo. Pero por encima del juego y los jugadores, el colectivo ha recuperado una de sus grandes señas de identidad del último lustro: competir por todo, en todos los instantes e independientemente del estado de forma puntual. En el fútbol, competir sin tregua es tan importante como ganar porque equivale a tener algo similar a un mapa del tesoro, a una hoja de ruta.
Este Barça es la suma de estos dos factores.
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