"Se llama genio a la capacidad de obtener la victoria cambiando y adaptándose al enemigo". Sun Tzu
Una final nunca es un mal resultado. Sea el tenista que sea, seamos justos, alcanzar la última ronda de un torneo, esa que te coloca a solo una victoria de la gloria, jamás puede significar un fracaso o una decepción. “Ojalá estuviera yo cada domingo jugándome el cobre”, respondería el 90 % de las raquetas del circuito. Sin embargo, en determinados sujetos, esto no es suficiente. Individuos que necesitan sentirse cómodos, conectar bien cada golpe, estar satisfechos con su juego, dominar las fortalezas del rival y dar la mano al árbitro en segundo lugar. Demasiados requisitos, exigidos solo a hombres acostumbrados a abandonar siempre las plazas con el cáliz bajo el brazo. Un relato que cada vez cuesta más de relacionar con Rafael Nadal, enzarzado todavía en un ascenso paulatino hasta la cima, allí donde confluyen unos pocos elegidos. Madrid abrió una puerta a la esperanza pero el talento de un británico impasible echó abajo a última hora los deseos de la grada. Un portazo en toda regla. Una inyección de franqueza y realidad que situó a cada jugador en el lugar que le corresponde actualmente.
Rara es la rueda de prensa en la que Nadal no pronuncie estas palabras: “Montecarlo ha sido mi mejor torneo del año, derrotado ante Djokovic en semifinales con un resultado algo engañoso, 6-3, 6-3”. En aquella ocasión, el español presentó batalla, pero el resultado fue demasiado severo. Esta vez, desarmado y descompuesto (6-3, 6-2), los cinco juegos arañados parecen incluso un regalo. Andy Murray, en la sombra durante toda la semana gracias a su pobre cartel sobre arcilla, destapó las vergüenzas de su rival en el partido definitivo, esfumando en un instante la apalabrada mejoría en rondas anteriores y cortando su racha de 14 victorias consecutivas en la capital española “El revés ha sido hoy mi gran enemigo”, dijo Nadal, todo lo contrario que el escocés, brillante en cada movimiento sobre la arena y sin miedo por derribar tres obstáculos de un golpe: primera final en un Masters 1000 de tierra batida, primera corona en la Caja Mágica (que no en Madrid) y primer triunfo ante Nadal sobre la superficie más lenta del planeta. Los afines a la pista Sánchez Vicario y los amantes de la jornada nocturna bien sabían a lo que se enfrentaba el manacorense. Perder ante Murray el domingo era algo más que una simple posibilidad.
Su semana en Múnich se confirmó como un doble disparo en el revólver del británico. La primera bala habla del rendimiento y adaptación que ha alcanzado, después de tantos años, sobre la tierra batida, una superficie donde cada participación había finalizado con una derrota. Su paciencia y constancia deberían ser suficientes armas para, como mínimo, ser uno de los grandes expertos en arcilla, pero su historial no dice lo mismo. Con su primer título en el albero derrotando a Kohlschreiber el lunes por la mañana, Murray gastó su segunda bala horas más tarde, la del compromiso. Con apenas una jornada de descanso, viajó hasta España para iniciar su andadura en la capital, lugar donde cuatro días después ocuparía el trono. Con un revés emulando un guante, un saque que sonríe cuando escucha la palabra altura y una derecha que reparte estopa como en los viejos tiempos, el de Dunblane aplastó a su bestia negra transformando el hándicap del público en un aliciente a su favor. Un ejercicio tenístico perfecto, acompañado por una incesante ambición y apoyado en una envidiable seguridad mental donde ni el ambiente de Copa Davis pudo hacerle temblar. Después de muchos meses navegando entre las dudas, el mar de la tranquilidad acoge al escocés entre sus aguas.
Más negras son las conclusiones que se pueden extraer de Rafa Nadal, aumentando sus expectativas cada día que pasaba para terminar desplomándose en la única cita sustancial. Me niego a sacar conclusiones tras sendos paseos frente a Johnson o Bolelli, la victoria ante un Dimitrov incapaz de manejar las situaciones críticas o el triunfo contra un Berdych al que la concentración le aguantó una sola manga. Era el momento de la verdad, de medirse con un rival de su talla en las mejores condiciones y sin excusas de por medio. Además, en su superficie, en su país y en una pista que nadie ha conquistado tantas veces como él. “Ha sido una semana positiva”, dijo. Por supuesto. Quizá para Kyrgios, eliminando a Roger Federer en su primer enfrentamiento ante el suizo; o para Kuznetsova, inmersa en la final de un Premier Mandatory seis años después; pero no para un tricampeón en la Caja Mágica, lo siento. No para un exnúmero uno del mundo, ganador de 46 trofeos en arcilla e incapaz de firmar grandes victorias en todo lo que va de curso. Una cosa es disminuir la exigencia en cuanto a resultados y otra muy distinta es conformarse con menos pastel del que toca. No se confundan.
Ni Montecarlo, ni Barcelona ni Madrid. Rafa Nadal aterrizó hace un par de días en Roma sin ningún título en la gira de tierra batida europea, el pasillo de su casa durante la última década. Hay que remontarse a la temporada 2004, año en el que conquistó su primer título ATP (Sopot) con 18 años, para encontrarse las vitrinas vacías a estas alturas en los meses de abril y mayo. El manacorense desea liberarse de la presión que le persigue desde enero, pero cada tropiezo multiplica los focos hacia su persona. No es fácil volver de una lesión, para ejemplo, su último verdugo. Operado de la espalda, abandonado por Ivan Lendl y alejado del top-10 de la clasificación, Andy Murray ha sabido actualizar sus naipes para reconstruir el castillo desde el cual gobernó el US Open en 2012 y Wimbledon en 2013. Parece incluso que la obra es de mucha mayor calidad, fabricada con un material más resistente, implacable hasta cuando el calendario apunta al polvo de ladrillo. Es cierto que su regreso no fue instantáneo, sino elaborado con pasitos cortos y sin resbalones, proyectado a un ascenso permanente donde los cambios fueron los grandes protagonistas. Estilo de juego, entrenadores, situación sentimental e incluso patrocinadores principales: de la defensa al ataque, de Vallverdú a Mauresmo, de soltero a casado y de Adidas a Under Armour. Renovación y adaptación, herramientas clave para combatir la adversidad.
Y en Roland Garros, ¿qué? Calma, antes viene Roma, lugar donde Nadal ha sido emperador hasta en siete ocasiones. Las preguntas siguen rodeando la figura del español, habituada ya a convivir entre dudas y preguntas sin respuesta. ¿Volverá a ganar? ¿Ha perdido el instinto competitivo? ¿Está en la recta final de su carrera? Tras abrazar la bandeja de plata a manos de Manolo Santana, Nadal advirtió en rueda de prensa que “solo una tragedia” le haría concluir la temporada fuera del top-15, una afirmación que sirve para deducir en qué momento de ánimo se encuentra. Su cabeza ya no aspira a protagonizar gestas inolvidables o pelear por el ático de la clasificación mundial, de momento, esas metas no están en su agenda. La final de Madrid fue más educativa que nunca, repartiendo el título a Murray y los deberes a Nadal, revelando, en cada caso, la realidad de uno y otro en sus objetivos a corto plazo. Uno es aspirante a todo. El otro deberá esperar. Y en Roland Garros, ¿qué? Dos semanas y una mentalidad extraordinaria tienen la llave.
* Fernando Murciego es periodista.
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