"La clave del éxito no es jugar como un gran equipo, sino jugar como si el equipo fuera una familia". Stephen Curry
Si hay una evidencia, en el mundo del deporte y en el del trabajo diario, es que ha habido un cambio sustancial en la visión de las personas con respecto al talento. Hubo un tiempo en que tenerlo era suficiente para ascender en el escalafón, aunque el resto de atributos personales no te acompañaran. Pero esa era empieza a agotarse.
La caída en desgracia de políticos que fueron referentes; el despido de CEOs de megaempresas a los que pagaban sueldos astronómicos mientras incurrían en pérdidas constantes; y, trasladados a una cancha, los traspasos de deportistas considerados referentes tras anunciar sus fichajes evidencian una época ya pasada. Donde importa la calidad, sí, pero no exenta de trabajo, ejemplo y educación.
Posiblemente no sea el futbolista más referencial de España, pero el caso de Javi Fuego en el Valencia es clamoroso: un hombre que sufrió varios descensos y leyes concursales. Que alcanzó su mejor nivel en el Rayo en una edad cercana a los 30 años. Que llegó sin hacer ruido a Mestalla. Y que hoy, renovado y titular, es indiscutible en una rotación en la que quienes temen quedarse fuera son André Gomes, Enzo Pérez o Dani Parejo.
Al otro extremo se sitúa el protagonista de este post. Un producto del marketing old style que no ha sabido sostenerse una vez se le han exigido responsabilidades. Balotelli ha jugado en algunos de los equipos más grandes de Europa. Y, como ocurrió con némesis suyas como Anelka, no tardará demasiado en emigrar a China, Estados Unidos o Catar. Lejos de la presión de las grandes ligas, por mucho que tenga clase suficiente para establecerse allí donde le parezca.
En el mundo poscrisis no solo debes ser bueno. Debes además aportar cosas a la gente de tu alrededor. Porque siempre habrá alguien que destaque, pero en un tiempo de economía colaborativa, quizá tu empresa (es decir, tu equipo) no necesite estrellas si el resto de las personas del segundo escalón suman como dos o tres del primero.
A medida que pasa el tiempo, Mario va cayendo en conjuntos con menores aspiraciones que, cegados por su fama pretérita, le ofrecen mayores emolumentos que sus equipos anteriores, pero solo aspiran apenas un año después a deshacerse de él, aunque sea perdiendo dinero. Uno gana cuando se quita gente tóxica de encima, aunque en un primer vistazo pueda parecer un negocio ruinoso.
Que se lo digan al ya mencionado Valencia, que vendió por (en teoría) una suma ridícula a Banega a un Sevilla cuyo éxito radica en otros futbolistas del centro del campo, abocando a una de sus incorporaciones estrella al banquillo al menos en el 40 % de los partidos.
Pasan los días y las temporadas y aquellos que no saben vivir más que de los dones que les cayeron del cielo se preguntan por qué su carrera va hacia abajo. Y hacen vídeos mofándose de sus críticos. Y exhiben su ostentosa forma de vida para provocar (en su mundo) cierta envidia a aquellos que nunca ganarán sus millones, pero que son capaces de apreciar un simple día en la playa. Sin coste alguno.
Y como ocurre con la implantación del teletrabajo en las empresas, cuando te plantean objetivos demostrables no eres capaz de llegar a ellos. Porque ocho goles de clase mundial no son ya suficientes para mantener un súpercontrato. Sencillamente, porque aquellos que lo perdieron todo desde 2007 exigen muchas otras cosas a sus compañeros en las empresas. Pero también a sus ídolos en los campos.
Se pierde el aplauso fácil del héroe mediático. La genialidad se sigue pagando, sí, pero con dosis de compañerismo. De humildad. De identificación. Y de ejemplo. Que hay ya demasiada gente cansada de vendehumos. Al fin y al cabo, a ellos les exigen trabajar bien 300 días al año. Y eso es, justamente, lo único que piden a aquellos a quienes pagan por ver. Ni más ni menos.
* David Blay.
– Foto: Brian Snyder (Reuters)
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