Aunque la París-Roubaix data de 1896, el infierno del norte, como tal, nace en 1919. Es aquel año cuando los corredores se desplazan como almas errantes esquivando socavones en carreteras destrozadas por los obuses y atravesando un paisaje irreal, desolado, fantasmagórico (y nunca los adjetivos han sustantivado tanto una imagen). Es la zona septentrional de Francia, el campo de batalla principal de la recién concluida Gran Guerra, es un desierto que ha segado millones de vidas, es el recuerdo de antiguos compañeros que jamás salieron de las trincheras. Es el Infierno del Norte.
Aun hoy en día la París-Roubaix sigue siendo acreedora de esa denominación, aunque por diferentes razones. Hoy es el pavé, esos tramos adoquinados que salpican el recorrido de la gran clásica francesa decidiendo cada año su vencedor. Piedras caídas aquí y allá, tan diferentes de ese adoquinado cabal y moderno que existe en las ciudades. Allí no, allí, en aquellos caminos rurales que comunicaban pequeñas granjas, los cantos surgen de cualquier forma, tan separados que una rueda puede encajarse entre ellos, tan abruptos que los pinchazos siempre acaban por aparecer. Tramos abombados, con su punto más alto en el centro, tan fino como una vía de tren, imposible de mantener allí el equilibrio. Dicen que Roger de Vlaeminck, el Gitano, el flamenco por antonomasia, el que consideraba Roubaix la ciudad más meridional de Flandes, el que odiaba a los franceses, el recordman tradicional de esta prueba hasta la llegada de Tom Boonen, ese Roger de Vlaeminck, era capaz de rodar a gran velocidad por los raíles de un tranvía, que así entrenaba para Roubaix. Él, socarrón, sonreía debajo de su máscara de barro.
Porque la Roubaix es también barro, y nieve, y polvo, y corredores teñidos con el color marrón de la tierra, pequeñas costras secas alrededor de los ojos, en la frente. Quizás por eso tiene algo de telúrico esta carrera troglodita, tradicional, gloriosa.
Quizás por eso es tan especial.
* Marcos Pereda es profesor universitario.
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