18 de mayo de 1994. El principio del fin. La bifurcación de un camino que había llevado al Barcelona a conquistar cuatro ligas consecutivas por primera vez en su historia y una Copa de Europa, la de 1992, que por fin rellenaba un vacío histórico del club tras las decepciones de Berna y Sevilla. El Dream Team de Johann Cruyff había revolucionado el mundo del fútbol con un estilo de juego basado en el ataque, en un balompié de salón cuyos medios justificaban el único fin de la victoria. El entrenador holandés, tras dos años de promulgar su doctrina, había continuado la excelente labor de Laureano Ruiz, instaurando unos valores en Can Barça que permitieron al club librarse de la mano de hierro de la Quinta del Buitre, ganar una liga tras seis años y comenzar a ejercer de campeón por Europa. Fueron años de sangre, sudor y lágrimas, de la puesta de largo de una idea, de cuentas pendientes, de desgaste, de carambolas frenéticas y de momentos de excelencia futbolística. Esa noche de mayo en Atenas, el Dream Team buscaba su consagración en el Olimpo futbolístico, el acceso a la eternidad en forma de balón. Sucedió todo lo contrario. Como si la detonación de una bomba se tratase, esa noche se tornó maldita y se añadió ipso facto al imaginario culé como partido non grato y de memoria frágil. Ese 18 de mayo, el Barcelona de Cruyff comenzaba a desintegrarse en una espiral sin remedio.
En la temporada 1993-94 se inauguró el Estadio de Anoeta, Kurt Kobain se pegó un tiro de fama y Ayrton Senna alcanzaba la eternidad en una curva de Imola. Esa temporada fue un curso de altibajos para el F. C. Barcelona. Los azulgranas, tricampeones de liga, venían de ganar los dos últimos torneos escuchando el transistor, dependiendo de terceros, apostando todos sus cuartos por el C. D. Tenerife, que haciendo gala del apodo de las islas a las que pertenecía, doblegó al Real Madrid en doble sesión y sirvió el título en bandeja de plata a un Barcelona que como agradecimiento les invitaría al Trofeo Joan Gamper y firmaría a Quique Estebaranz. Además del delantero madrileño, el equipo promocionó a Sergi Barjuán y se reforzó con Iván Iglesias, procedente del Sporting, y el brasileño Romario Da Souza Faria, objeto de deseo de Cruyff y que tras duras negociaciones con el PSV Eindhoven ingresó en la plantilla catalana previo pago de 450 millones de pesetas. Las nuevas adquisiciones se unían a los Zubizarreta, Guardiola, Koeman, Bakero, Stoichkov o Laudrup en pos de continuar la dinastía de triunfos domésticos y resarcirse de la debacle europea del año anterior ante el CSKA de Moscú.
La trayectoria liguera del Barcelona fue inconsistente e irregular. El 5-0 ante el Real Madrid, con la cola de vaca de Romario a Alkorta, permanece en nuestra retina como uno de los momentos culminantes de la temporada, pero es cierto que el equipo culé alternó momentos de gran fútbol con pájaras inexplicables, fruto, entre otras cosas, de una frágil defensa, encajando la friolera de 42 goles en todo el torneo. Victorias apabullantes como las conseguidas ante el Valencia (0-4) o el fútbol de alta escuela ante Osasuna, con el gol de Romario tras la cuchara de Laudrup, contrastaban con la derrota en el Camp Nou ante el Lleida (0-1), el empate contra el Logroñés (2-2) o la remontada histórica del Atlético de Madrid, que levantó tres goles en el descanso para al final imponerse por 4-3. El Betis, por entonces en segunda división, apeó a los culés en cuartos de final de la Copa del Rey. El momento culminante de tal bipolaridad se produjo en las jornadas 23 y 24, cuando el Zaragoza se impuso por 6-3 y una semana después el Barcelona destrozaba a Osasuna venciendo por 8-1. El Deportivo de la Coruña, que ya había quedado en tercer lugar la temporada anterior, encabezaba la tabla desde la jornada catorce y en ese momento aventajaba a los azulgranas, terceros, en 8 puntos.
Fue en ese instante cuando los blaugrana dieron rienda suelta a su orgullo y espíritu competitivo. No volvieron a perder ningún partido, encadenando 15 encuentros invictos, mientras el Deportivo comenzaba a acusar la presión, siendo incapaz de vencer partidos a priori sencillos, llegando a acumular 12 empates. Las igualadas consecutivas de los coruñeses ante Lleida y Rayo serían definitivas en el devenir de una liga de infarto. Tras mantener el liderato 23 jornadas, el penalti errado por Djukic en la última jugada del último partido y la victoria apabullante del Barcelona ante el Sevilla dejaron sin título a los gallegos y el Dream Team conseguía su cuarto entorchado consecutivo.
En Champions League, tras un comienzo dubitativo, se salvó el primer match ball tras remontar en el Camp Nou ante el Dinamo de Kiev. En un sistema de competición en el que solo participaban los campeones de cada país, se jugaban dos eliminatorias previas para que los ocho equipos clasificados integraran una liguilla de dos grupos en cuartos de final. Los dos primeros de cada grupo se enfrentarían en unas semifinales a partido único en campo del mejor clasificado. El Barcelona, con un juego sólido e imponente, quedó primero de su grupo y se encontró con el Porto en semifinales, pasando por encima de los portugueses con dos goles de Stoichkov y uno de Koeman. Los azulgranas conseguían el pasaporte para la final de Atenas. La cuarta final de la historia para el equipo culé.
Enfrente, el AC Milan. Los rossoneri, que llevaban una trayectoria en su país similar a la del Barcelona, habían conseguido su tercer Scudetto consecutivo a falta de dos jornadas, con solo 15 goles encajados y récord de imbatibilidad de su portero, Rossi, que mantuvo a cero su meta durante 929 minutos. Fabio Capello, actual entrenador, había llegado a Milanello en la temporada 1991-92. Fabio sustituyó al padre de la criatura, Arrigo Sacchi, que comenzaba una nueva etapa en La Nazionale dejando tras de sí un Scudetto, una Supercopa de Italia, dos Copas de Europa con sus correspondientes Supercopas y dos Copas Intercontinentales. Era el Milan de los holandeses, con Gullit, Rijkaard y Van Basten haciendo las delicias en el césped de San Siro. Junto a ellos, los Donadoni, Costacurta, Baresi o Maldini. Ese equipo de leyenda, bautizado como Los Inmortales, conquistó al aficionado con su fútbol directo basado en una sólida defensa, ocupación de espacios y un ataque demoledor. Ese Milan fue el que heredó Fabio Capello, con el que continuaría la senda del triunfo, llegando a estar más de una temporada entera sin ser derrotado, estableciendo un récord a día de hoy inigualable: 58 partidos sin perder en liga; desde el 19 de mayo de 1991 hasta el 21 de marzo de 1993, cuando un gol del jugador del Parma, Faustino Asprilla, acabó con la imbatibilidad de un equipo cuyo apodo tras la llegada de Capello era precisamente el de Los Invencibles. Dos meses después, el Milan perdía la final de la Champions League ante el Olympique de Marsella. Con la decepción de la derrota, pero con el manifiesto poderío doméstico, el Milan afrontaba la temporada 1993-94 con la obligación de sustituir a los que hasta ese día habían sido piezas básicas del equipo. La transición sería dura, pero necesaria. Gullit se fue a la Sampdoria, Rijkaard volvió al Ajax y Van Basten continuaba con su calvario de lesiones. Urgían soluciones y Capello las encontró fichando a Desailly, verdugo hacía pocos días en la final de Múnich, y encomendándose a la calidad adriática para el mediocampo con la llegada de Dejan Savicevic y Zvonimir Boban.
Ese Milan se mostró como un equipo aguerrido e inexpugnable, con una defensa formada por Tassotti, Baresi, Costacurta y Maldini que cerraba a cal y canto las inmediaciones de su portería. Por el contrario, los milanistas extraían un enorme beneficio de los pocos goles que anotaban, 37 en toda la liga, 11 de los cuales fueron conseguidos por Daniele Massaro, pichichi del equipo. Los rossoneri sentenciaron el torneo a falta de dos jornadas, finalizando el curso con solo tres derrotas, la última, en la jornada final ante la Reggina en casa sellando su peor racha, de seis jornadas sin ganar. En Europa, la trayectoria del Milan fue inmaculada, plantándose en la final sin sufrir ninguna derrota. Les esperaba el último escollo: el F. C. Barcelona.
Ese 18 de mayo convergían en el Olímpico de Atenas dos equipos con trayectorias distintas. Por un lado, un Milan que portaba una mala dinámica de resultados y había jugado su último partido el día 1 de ese mes; y por otra el Barcelona, que extendía una racha de imbatibilidad de 15 partidos hasta la última jornada de liga, donde masacró al Sevilla para proclamarse campeón. Ese partido se jugó cuatro días antes de la gran final, lo que dificultó la preparación de la misma, al contrario que le sucedería al equipo de Fabio Capello, que había tenido tiempo de sobra para centrarse en el duelo.
A pesar de ello, el Barcelona partía como claro favorito e incluso el entorno, con Cruyff a la cabeza, no negaba ese hecho sino que lo alimentaba. «Somos más completos, competitivos y experimentados que en 1992. El Milan no es nada del otro mundo”, afirmaría el técnico holandés. El “Salid y disfrutad” permutaba a un mensaje de mayor responsabilidad. Ya no valía solo con jugar. Había que ganar. Como Bosman aún no había presentado su demanda en los tribunales, solamente tres jugadores extranjeros podían formar parte de la convocatoria. Difícil elección para Cruyff, que contaba con cuatro futbolistas de extraordinario nivel y uno de ellos debía quedarse sin vestir. Finalmente, Michael Laudrup fue el elegido. A nadie se le escapaba la mala relación que el danés tenía con su entrenador. La negativa del futbolista a renovar su contrato aumentó el distanciamiento con el míster y Cruyff decidió dejarle fuera, una decisión que a posteriori fue errónea. Incluso Capello se sorprendió, y alegró, de su suplencia.
En el bando contrario, como suele suceder, las declaraciones del entrenador del Barcelona espolearon aún más a un Milan tetracampeón de Europa hasta la fecha, que tenía dos bajas importantísimas. Baresi y Costacurta, el eje central de su defensa, estaban sancionados. Capello decidió poner al veterano Galli y desplazar a Maldini como central izquierdo, ocupando su lugar un jovencísimo Christian Panucci en el lateral siniestro. Desailly, Boban y Savicevic fueron los jugadores extranjeros elegidos por Capello para saltar al campo, quedando un buen elenco de foráneos fuera de la lista: Papin, Raduciou y Brian Laudrup. Curiosamente, ninguno de los dos hermanos Laudrup participó en el histórico partido.
En una atmósfera ideal para la práctica del fútbol, con 70.000 espectadores en un Olímpico de Atenas lleno hasta la bandera, pronto se intuyó el cauce que tomaría el partido. Un Milan intenso, aguerrido, avasallador, no dejaba respirar a un Barcelona sorprendido, incrédulo, sin capacidad de reacción. Los italianos robaban el esférico con celeridad y salían disparados hacia la meta defendida por Zubizarreta. Massaro tuvo la primera oportunidad clara y poco después un gol de Panucci fue anulado por claro fuera de juego. Los azulgranas eran incapaces de hilvanar una jugada con sentido y era patente su nerviosismo en el césped. Bakero, eterno capitán, pedía calma a los suyos gesticulando ostensiblemente. Acto seguido, con el mundo del revés, Romario asistía a Amor en la primera llegada de peligro de los de Cruyff, lo que sería el preludio del primer gol de la final. Entrega comprometida de Nadal a Sergi que fue interceptada por el equipo italiano, el balón le cayó a Savicevic que rompió al manacorense, se internó en el área superando a Guardiola y asistió en semifallo a Massaro, que remachó a la red.
Se estaban cumpliendo los peores presagios. Un equipo irreconocible deambulaba sobre el campo ante la estupefacción de propios y extraños. Una triangulación entre Bakero, Amor y Romario finalizó con el disparo de éste, en el único chispazo de calidad de los azulgranas en todo el partido y que resultó un espejismo, ya que el guión no cambió en absoluto. Sobrepasado el tiempo reglamentario de la primera parte, Donadoni superó a un blando Ferrer y asistió a Massaro, que doblaba su cuenta y la de su equipo anotando un gol que hundiría al Barcelona camino de vestuarios.
Tras volver de la caseta, Savicevic volvió a dejar en evidencia a Miguel Ángel Nadal, y escorado a la derecha, con el balón botando, embocó un globo maravilloso en la meta de un Zubizarreta que fruto de la desesperación pateó el balón bien lejos, donde a todos los barcelonistas les hubiera gustado estar en ese momento. El futbolista montenegrino se doctoró en la sabia Grecia, llevando la manija del partido en todo momento, bien secundado por Boban y por un perro de presa llamado Marcel Desailly, que solito se merendó al mediocampo azulgrana. Quedaba toda la segunda parte y el partido estaba decidido, con el Barcelona esperando únicamente por la extremaunción que correría a cargo del medio francés, que en potente arrancada se abrió paso por el flanco izquierdo y batió a Zubizarreta en el delirio colectivo. Cruyff, impertérrito, en ningún momento se levantó a dar órdenes a los suyos mientras Capello mantenía el tipo como podía, saboreando ya el triunfo pero manteniendo la calma que su cuerpo técnico ya no se molestaba en disimular. Curiosamente, durante la retransmisión, se podía ver en mensaje subtitulado la victoria del primer gobierno de Silvio Berlusconi, también presidente del Milan, en la Cámara de los Diputados y en el Senado.
Con el partido sentenciado, el Milan levantó el pie del acelerador, anunciando un pacto de no agresión. El Barcelona cogió el guante y no disparó ni una vez entre los tres palos en todo el segundo tiempo, ya con Bakero de delantero centro, suplicando a los dioses del Olimpo que todo fuera un sueño, que nada de lo que allí acontecía fuera real. Philip Don, colegiado inglés, decretó el final de un encuentro que supondría un punto de inflexión. El estallido de júbilo italiano contrastaba con las caras desencajadas de todos los miembros de la expedición blaugrana. Los campeones, vestidos de blanco para más inri, subieron al palco a recoger la quinta Copa de Europa de su historia, levantada al cielo ateniense por Mauro Tassoti. Los futbolistas blaugrana, tras una extraña organización de la UEFA, se dirigieron al palco detrás de los campeones, teniendo que contemplar con amargura el grito del triunfo rival sin aún disponer de su medalla de subcampeones, cruzándose en el palco con Massaro, que llevaba la camiseta blaugrana de su ídolo Hristo Stoichkov. El delantero italiano afirmó que se llevaba tres cosas de esa final: «Los dos goles y la camiseta de mi ídolo Stoichkov”.
Precisamente, ni el búlgaro ni Romario acudieron a recoger su trofeo conmemorativo, dirigiéndose directamente al vestuario, abandonando a sus compañeros en el mal trago. Las sensaciones no eran las mismas que en Berna o Sevilla, allí había tristeza, dolor. Ese día el sentimiento era de estupefacción e incredulidad. En el viaje de vuelta a Barcelona, se le notificó a Zubizarreta que la próxima temporada se prescindiría de sus servicios, así como Michael Laudrup anunció que su próximo destino era nada más y nada menos que el Real Madrid. El Mundial de Estados Unidos, lejos de apaciguar los ánimos, encumbró a un Romario campeón cuya mente nunca más volvería a Barcelona. El brasileño cumplió tres de sus promesas desde que fichó por el club catalán: marcó 30 goles en liga, fue campeón del mundo con su selección y se presentó tres semanas tarde a los entrenamientos, con restos de salitre en su cuerpo, enrareciendo aún más el ambiente. Si a ello se une las marchas de Laudrup y Zubi, las discusiones de Stoichkov con Cruyff, la llegada de un Hagi que nunca se adaptaría y los fichajes rocambolescos de Korneiev, Sánchez Jara o Escaich, en Barcelona se preparaba un cóctel explosivo que iba a estallar de un momento a otro. Nada más comenzar la pretemporada, se cumplieron los peores augurios. Era el principio de fin, el ocaso de un equipo inolvidable cuyo epitafio quedó sellado en Atenas, con el fuego de los dioses, que en este caso no eran griegos sino del norte de Italia, de la próspera región de Lombardía.
AC Milan 4-0 Barcelona – Champions League – 1994 por Juvelacio
* Sergio Pinto es periodista.
– Fotos: Miguel Ruiz (FC Barcelona) – EFE – AFP
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