‘RiP DAD’

por el 3 enero, 2013 • 18:23

Lo repite sin cesar, decidido. Como en un intento por retener un recuerdo de por sí imborrable. Ted ya no está ahí para corregir; tampoco para sonreírle al final de los partidos. Lleva su foto impresa bajo la ropa de calentamiento. Su corazón paró de latir hace ahora cinco años.

Dicen que Quinn apenas soltó una lágrima aquel día. Que volvió, atosigado, al gimnasio del que había salido minutos antes tras recibir la llamada de su tío desde el hospital.

La severidad del golpe no fue del todo divisada. Su padre había sido operado unos días atrás, pero lo que en un principio parecía un susto derivó, en última instancia, en destino cruel. Ted lo había sido todo para su hijo. Este, ante la insoportable magnitud del revés, no sería capaz de asimilarlo íntegramente hasta pasadas unas horas.

La respuesta, sin dejar tiempo a demasiada meditación, terminó siendo la misma que unos días antes. El muchacho lo tenía claro. Si algo había capaz de mitigar los dolores, iba a ser el parqué. El baloncesto fue, en el trago más duro, la medicina que siempre había sido; la terapia que le acercó a su padre liberándole del fatal recuerdo.

La pelota, y también su hermano mayor. O lo más parecido que Quinn, único varón de la familia, tenía a uno. Ocurre a veces que son los más bajos momentos los verdaderamente dados para entender la auténtica esencia de las cosas.

Nolan Smith, hoy profesional y entonces en Duke, sabía lo que era pasar por eso. Derek, su progenitor, había fallecido diez años antes por las mismas causas que Ted. Tío Ted, que diría Nolan.

Él y Quinn se habían conocido años atrás, en un torneo para jóvenes en Memphis. Desde su primer encuentro, el de dos chiquillos de primaria disfrutando del juego, sus caminos parecen seguir dos vías que, de equidistantes, llegan a asustar.

El entorno colegial no es el único punto común entre los dos. Ni el primero, ni presumiblemente el último. Antes de decidir la elástica que vestiría al salir del instituto, Quinn, de forma idéntica al hermano mayor, disputó su año senior en Oak Hill, después de otros tres en DeMatha.

Quién sabe si por no romper el vínculo casi fraternal, Cook escogió al llegar a Durham el dorsal que Smith acababa de dejar vacante.

Al pequeño solo le quedaba ocupar su puesto con la misma dignidad que antes lo había hecho Nolan, pero su cuerpo, como ocurre más de lo que sería deseable, no tenía los mismos planes. Desde que en verano del 2010 una caída le dañase el menisco, Cook no había podido jugar del todo a gusto. No lo había hecho en su último año de instituto y menos aún en su temporada debut en Duke.

En ese equipo, falto de un base de garantías, el otrora sucesor natural de Smith pasó más tiempo postrado en el banquillo que subiendo la bola. Un estado físico permanentemente renqueante le mantuvo encogido, aunque no por demasiado tiempo.

Estos días, meses después, Quinn Cook hace justicia a su condición de pilar en una fase particularmente cálida para los de Krzyzewski. Después de una temporada gris, el hijo de Ted prueba partido a partido que ninguna de las formalidades que uno esperaría de él le queda grande.

Hablar de miedo escénico comprendería una osadía espantosa para referirse al chaval que empuñó el timón en Bahamas, ante Louisville y Minnesota, y también en el Cameron recibiendo a Ohio State, sin desprenderse de él desde entonces.

Su capacidad de mando bebe más del descaro que de cualquier otra cosa. Quinn Cook es el cerebro de una Duke que huele sorprendentemente bien y aún no conoce la derrota tras su calendario más duro en años.

Y Quinn, sonriendo; sonriendo pero cada vez más mesurado, tiene algo. Ese algo que distingue al jugador especial de los demás.

Cuando, emocionado, alce la vista y comparta la victoria con la memoria, o sitúe su mano en la imagen viviente dibujada en su pecho, entonces también dejará de ser un tipo más.

El recuerdo que le acompaña no le ha abandonado ni un instante.

RiP DAD.

* Gabriel Pevida


– Foto: AP




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