Álvaro Rubio es uno de esos jugadores a los que un buen sector del público considera inservible, como un paraguas en un día soleado, pero del que todo el mundo se acuerda cuando se atisban nubarrones. Y del sol al agua hay un paso, un instante hablando de Valladolid. Como el sábado frente al Mallorca, cuando el arco iris ponía broche a la inexplicable tarde en el José Zorrilla. Antes, la lluvia se había entremezclado con el sol afeando más si cabe un partido que solo pudo salvar el febril y genial Patrick Ebert, héroe del Zorrilla un día más. Pero la historia de hoy no se centra en el elogio fácil y edulcorante al alemán, sino que ahonda en injustos villanos, en concreto en uno sempiterno: el del paraguas.
Apenas se habían jugado 10 minutos de partido, gobernados por un guión previsto pero sosete a más no poder. El Mallorca de Caparrós afilaba los dientes esperando a un Valladolid que encarnaba gustoso pero sin brillo el papel protagonista del choque. Ante esa tesitura, los de Djukic trataban de dominar el juego de posición, invitando a los bermellones a acudir a la presión, arriesgando horizontalmente en mediocampo y tratando de dar salida a la pelota desde la primera línea defensiva: generar superioridades desde inicio para llegar con espacios arriba. Ese empacho de pases, como no puede ser de otra manera, implica riesgo, y el riesgo conduce inexorablemente al error. Este siempre llega. Y le tocó a él.
Álvaro Rubio, número 18 a la espalda y media vida futbolística de blanquivioleta, sigue siendo el fino, talentoso y disciplinado mediocentro que llegó en 2006 a la capital castellana, pero todavía no ha logrado alcanzar una simbiosis perfecta, ni mucho menos unánime, con su público. Ajeno a la estridencia, no encarna el papel de ídolo que reclama la actual cultura futbolística. Y Su nombre, lejos de ser coreado, en ocasiones es silbado. Como el sábado. Fueron tímidos (ciertamente), pero quizá los más injustos y apestosos que se han escuchado en Zorrilla en mucho tiempo. Solo corrían 10 minutos de partido y fue él (el ‘18’) quien resbaló al contactar con el balón, y lo que debía ser un pase fácil hacía el central se torció en un mano a mano, errado posterior e inexplicablemente por Giovanni Dos Santos. El mexicano perdonó, la afición no. Más tarde, con igual timidez, se aplaudió alguna acción del riojano, pero el murmullo y las desconsideraciones por lo bajini imperaban cada vez que Rubio volvía a retrasar el balón. Nada nuevo por otra parte.
Desde que llegó a Valladolid, sin demasiado ruido por supuesto, Álvaro Rubio ha sido cuestionado permanentemente: secundario en el éxito, mártir en la derrota y, sobre todo, añorado en su ausencia. Siete años trufados de idas y venidas de entrenadores y jugadores, de ascensos y descensos de categoría y de estilos e ideas de juego tan dispares como el llanto y la risa. Ahora el Pucela ríe, con 25 puntos y una idea de juego cuajada con gusto, pero en época de llantos y lamentos ahí también estaba Álvaro, con su espada en la batalla, con su batuta en la dirección y con el paraguas para amainar las tormentas, que han sido muchas a orillas del Pisuerga. Jugó con todos, con Mendilibar, Onésimo, Clemente, Antonio Gómez, Abel Resino y ahora Djukic. Pasaron muchísimos compañeros (y rivales en el puesto) y siempre era (es) él y otro. Siempre juega Álvaro Rubio, del gusto de todos los entrenadores, en su faceta de picapedrero y en la de escultor. Todos entendieron que el Valladolid carbura con él y diez más, y que en realidad sus críticos rezan para que el ‘18’ no coja un catarro.
* Diego Tejerina es periodista y ex futbolista.
– Foto: Real Valladolid
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